
Te sumerges en un mundo en el que solo estás tu. Vives, sueñas, imaginas, no te detienes. Sigues pensativa, andando por la triste y oscura ciudad. Reclamas al otro sexo como un náufrago una tabla. No. No era un sueño. Tú, quieta, viendo la lluvia caer, mirabas hacia el oscuro cielo y era una sensación de libertad, como cada una de las gotas te iba mojando, como caía por tu húmeda cara, como sentías que llegabas al cielo, cerraste los ojos y parecías una simple estúpida niña ilusa. La gente andaba a un paso ligero, notabas sus ojos como te miraban, la mayoría despreciándote. Decidió seguir su rumbo. Se plantó en el umbral de la casa. Se detuvo de nuevo a mirar el cielo. La luna se escondió tras las negras nubes. Vio caer los ángeles del cielo. Entró en la casa. Se plantó enfrente el espejo, con su vestido negro, con un rostro apagado. Ella muere en su propia belleza y cae ante el espejo, frágilmente. Solo su almohada, testigo de ese amor, sabía la debilidad que la envolvía.


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